Santiago Kovadlof (fragmento)
Se equivocan los que dicen que hoy ya no se lee. No sólo se lee, sino que se lee mucho y acaso más de lo que nunca se leyó. Ahí están, para probarlo, las estadísticas de tanto editor satisfecho. Ellas demuestran que el del libro sigue siendo un gran negocio y que es otra la cuestión en la que conviene meditar. Y esa cuestión, claro está, no atañe al interés por la lectura sino a su calidad. Lo que menos se vende es lo que exige ser releído: la gran ficción, el pensamiento mayor, la poesía.
Reverso del zapping y del ciego fervor por lo novedoso que orienta como un faro el consumo masivo de libros, el acto de releer es siempre un arte y, desgraciadamente, un arte en extinción. ¿Podría ser de otro modo? Con toda seguridad, si otras fueran las metas del desarrollo social buscado.
Como todo lo que exige afición a la soledad y aptitud para concentrarse, el apego a la relectura está severamente impugnado por las costumbres de esta hora. En efecto, es inusual que alguien diga (iba a escribir: confiese) que está leyendo un libro por segunda vez. Nuestro tiempo, que ha hecho de lo efímero un valor, reniega con decisión de lo que no resulta rápidamente digerible, desechable y sustituible. Y releer es insistir, persistir, demorarse; volver a preguntar y querer llegar hasta el fondo. Un hábito, en suma, hostil al entendimiento frívolo y a la estética del relax.
Hay, entre la curiosidad y el auténtico interés, una diferencia esencial. La primera se alimenta de estímulos renovados. El segundo, de inclaudicable constancia, de tenaces replanteos. La curiosidad pide, incesantemente, nuevos escenarios, paisajes sucesivos. El interés se siente convocado por múltiples sentidos posibles que puede guardar una misma imagen, un mismo concepto. La curiosidad trabaja en extensión. El interés, en profundidad. La curiosidad es nómade; el interés, sedentario.
Hay hombres que despiertan nuestra curiosidad. Y hombres que despiertan nuestro interés. Sólo los segundos invitan a ser frecuentados. Sucede lo mismo con los libros. La mayoría de los que se editan y profusamente se venden responde a una demanda de contacto fugaz. A una cultura que ha hecho de los vínculos de superficie y de la frivolidad en el trato, la única variable de relación entre las personas. Siempre hay más de lo mismo para quien pida poco de sí y poco de los demás.
Confieso que me atraen, más que los lectores, los relectores. Hay en ellos un don convivencial más alto y más hondo. Es que relee solamente quien es capaz de prestar atención. Y la atención se presta, es decir se ofrenda, allí donde se ha decidido meditar lo que se recibe, habitarlo y explorarlo con apasionada seriedad; buscando, en otros términos, ese punto de convergencia entre uno y el autor que hace de la palabra una experiencia vivida, encuentro e iluminación.
Acaso una buena definición de los clásicos sea ésta: autores que merecen ser releídos. Vale decir, escritores, que se nos imponen de tal modo, con tal fuerza, que no se puede menos que volver y volver a ellos. Nuestra época está pidiendo a gritos más profundidad, conciencia crítica, sentido solidario: Más relectores que lectores y meros electores.
Más que la intensidad de las emociones que suscita -cosa que bien puede ocurrir con un best-seller-, lo que caracteriza al autor clásico es la persistencia y la radicalidad de las emociones que ha despertado. Esa maestría singular para impedir que su propuesta pueda disociarse de los dilemas centrales de la existencia. El clásico lo es porque nos contiene. Porque nuestra vida, para sostenerse, necesita también de lo que él nos da. Releerlo es, pues, tratar de acercarnos un poco más a nosotros mismos. Lo frecuentamos con la íntima urgencia de quien quiere ser; de quien necesita no perder contacto con su propio espíritu.Dignos de relectura, entonces, son los autores que nos dan más de lo que parece y exigen de nosotros más de lo que en principio les damos. Pero la hondura, por supuesto, no está de moda. Pensar se ha ido convirtiendo en un verbo intransitado. Inconjugable para quien pretenda no hacerlo en primera persona.
Que la relectura se constituya en un arte en extinción no sería tan grave si sólo se tratara de su sola agonía. Pero acaso con la pérdida de esa pasión provechosa, algo más se está perdiendo y algo fundamental. Por ejemplo, la posibilidad de escuchar con detenimiento lo que se nos dice, lo que no se nos dice, lo que se acalla. Nuestra época está pidiendo a gritos más profundidad, conciencia crítica, sentido solidario: Más relectores que lectores y meros electores. Más arrojo cívico. Un sentido cabal del don de la indignación. El atributo superior de la tenacidad.
jueves, 28 de junio de 2007
La vida al ritmo del ringtone
Beatriz Sarlo
La llegada de la computadora fue un cambio sólo comparable con los comienzos del teléfono y la radio, o sea, más allá de sus diferencias técnicas, la comunicación a distancia de música y de voces. La televisión ofreció un completamiento espectacular de lo que la radio ya prometía.
La computadora fue algo parecido. Se sabía que en los institutos de investigación y las grandes empresas trabajaban con desmesurados aparatos tan multifuncionales como inaccesibles. Sin embargo, casi de repente, la computadora se miniaturizó. En 1988 escribí el primer libro completo en computadora y todo lo que, hasta ese momento, había exigido semana tras semana de corrección y pasado en limpio, numeración de notas, armado de listas y bibliografías, se volvió una actividad que casi no requería esfuerzo. En el instituto donde yo trabajaba, dos mujeres y un hombre fuimos los únicos que quisimos aprender inmediatamente a utilizar la máquina. Una de las mujeres estaba obligada a hacerlo, porque de ello dependía su empleo; en mi caso, la computadora no fue una amenaza de desocupación, sino una especie de regalo que la tecnología depositaba sobre mi escritorio.
A no dudarlo, desde que aprendí a escribir a los seis años, la computadora fue mi nueva gran experiencia en la técnica de registrar y conservar textos. No hubo otra igual. El correo electrónico no se le acerca porque, con una semana de plazo, el correo sobre papel puede cumplir aproximadamente sus mismas funciones. Podría carecer de correo electrónico y mi vida sólo se volvería un poco más pausada. Internet en cambio es tan irremplazable como la computadora: aunque para usarla, lo mejor es manejarse muy bien en el mundo de los libros y de los escritos sobre papel. Internet ofrece, y más a personas baqueanas en leer velozmente y en leer bien, una masa de textos que, de otro modo, sería inaccesible por razones, en primer lugar, económicas. Nunca, por ejemplo, podría pagarme la cantidad de diarios argentinos y extranjeros, de revistas web, que consumo por ocio o necesidad.
Ahora bien, sólo una vez en todos estos años utilicé un teléfono celular. Estaba en el entierro de un dirigente político en un cementerio del Gran Buenos Aires, y debí avisar que no llegaría a dar una clase a la hora convenida. Sólo en esa oportunidad no hubo otro medio al alcance de la mano. De no haber aceptado el ofrecimiento de un celular, tampoco hubiera sucedido ninguna catástrofe. Ni antes ni después necesité uno y creo estar perfectamente conectada. Sin embargo hay otros usos.
Después del atentado en la estación madrileña de Atocha, los mensajes de texto enviados por celular fueron un elemento importante de la movilización de los jóvenes. Y hoy las noticias informan que los inmigrantes, capturados en Ceuta y Melilla y devueltos a Marruecos, se comunican con celulares cuyas baterías han sido reemplazadas por una ristra de pilas. Su vida depende de ese nexo frágil, ya que son traslados por el desierto, sin agua ni comida, o se ocultan en bosques cuya localización es preciso trasmitir a las organizaciones de ayuda.
Una amiga brasileña, cronista de O Globo , me cuenta que la mujer que limpia su casa llama a la villa donde vive para controlar si su hija está bien guarecida cuando, por televisión, se entera de que ha empezado un tiroteo entre narcotraficantes. Tanto ella como su hija dependen del celular. Pero, para quienes no viven bajo estas condiciones extremas, el celular replica un servicio que ya existe. Es el clon móvil del teléfono. Persiguiendo una diferencia (que es el motor del mercado), las empresas le agregan un poco de todo: cámaras de fotos, jueguitos, música, concursos, servicios de noticias, mensajes de texto y de voz y, por supuesto, los ringtones . El otro día, un vagón entero de subterráneo fue despertado del sopor por una música a todo volumen. La chica de donde provenía ese ruido desajustado debía de ser sorda, porque lo dejó sonar unos segundos, para atenderlo finalmente a los gritos, con la cara beatífica de quien recibe una llamada desde el séptimo cielo.
Enseñar a pescar
Por Marcelo José Butto
Hace casi 2500 años un sabio chino llamado Confucio dijo: “si le das un pescado a un
hombre, lo alimentas por un día. Pero si le enseñas a pescar, lo alimentas para toda la vida”. Esta
frase, aunque parezca antigua y pasada de moda, puede aplicarse a todos los ámbitos de nuestra
vida, porque en gran parte somos lo que nuestra educación ha hecho de nosotros.
Si cuidamos y alimentamos a un niño, lo educamos, lo instruimos en los verdaderos valores
de la vida y le mostramos que las mejores herramientas son el esfuerzo y el respeto por los demás, quizá llegue a ser un escritor famoso, un gran médico o hasta presidente.
Pero si abandonamos a un chico en la calle, lo hacemos trabajar, le quitamos a su edad todo
lo que puede significar esperanza y le mostramos que las cosas se consiguen con trampas y
mentiras, o –peor aún- con violencia, quizá llegue a ser un buen hombre, pero lo más probable es que sea un vagabundo, un tramposo o un ladrón.
Parece una visión simplista, pero es así: nuestros actos, nuestras palabras y nuestra relación
con las personas y el mundo que nos rodea son casi en su totalidad el resultado de lo recibido en
nuestros primeros años que condiciona nuestra vida futura.
Muchas veces vemos la desocupación, la corrupción y la inseguridad como hechos aislados
que nos sorprenden y no pensamos en las cosas que los provocaron. No nos damos cuenta de que esa falta de educación presente, aunque afecte sólo a un sector creciente de la sociedad,
perjudicará en el futuro a toda la sociedad en conjunto. Al marginar a los menos pudientes, creamos personas que serán víctimas de las circunstancias y de la desesperación de no tener un proyecto de vida, de no saber a dónde se va.
El derecho a recibir una educación es primordial, quizás el menos urgente, pero sí el más
importante, ya que potencialmente de él depende la misma esencia del hombre. Por todo esto,
debemos lograr que todos tengan la oportunidad de aprender a “pescar”. Esa esperanza no tendría que serle negada a ningún ser humano. Sería justo que todos tuvieran esa primera oportunidad, ese empujón inicial que nos da un impulso que sirve para toda la vida. De la forma más democrática y equitativa posible, sin egoísmos ni diferencias; si lo obtuvimos sin pedirlo ni agradecerlo de nuestras generaciones anteriores, deberíamos darlo de la misma manera a las que vienen detrás de nosotros.
Quizás recién entonces, sobre esos cimientos, podamos construir un gran país más libre,
más justo, y con más futuro. Un país de “pescadores” que puedan convertirse en personas útiles a su sociedad, conscientes de sus responsabilidades y atentos a sus derechos y que sean pilotos de su propio destino.
Extraído de: Revista Nueva, 2000
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